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31/8/15

Derecho a no vivir conectados a internet

¿Estamos condenados a estar conectados? Es posible que la pregunta ronde de tanto en tanto la mente de algún usuario que en su bolsillo, con su smartphone, cargue la llave que le permite entrar al mundo virtual 24/7.
La pregunta, no obstante, ya ha llegado a varias mentes en la academia. La conexión ininterrumpida ha sido objeto de estudio, por ejemplo, del sociólogo francés Francis Jauréguiberry, director del Centro Nacional de Investigación Científica de Francia. Jauréguiberry habla de que en años recientes, no solo por iniciativa de los usuarios, sino también por la aparición de normas de protección a la privacidad, al deseo de estar conectado le está apareciendo un deseo antagónico que corresponde, justamente, a no estarlo.
Los estudiosos lo han llamado “el derecho a desconectar” y uno de sus componentes está ligado al peso extra que una conexión continuada les está causando a los trabajadores. En países como Alemania y Francia, el debate ya está en la mesa: ¿puede una empresa informar o recordar a un empleado sus tareas por correo electrónico o chats cuando él se encuentra fuera de su horario de labor?
La respuesta se inclina hacia el no, al punto de que la Asamblea Nacional de Francia ya discute el tema y en Alemania, la Oficina Alemana para la Seguridad (Baua) publicó una investigación que indica que en la medida que el trabajo contagia la esfera de lo privado, las personas sufren más estrés, agotamiento y disminución de su capacidad para desconectarse.
En ese mismo país, la fábrica de automóviles Volkswagen, otro ejemplo, decretó un tiempo de despeje (de 6:00 p.m. a 7:00 a.m. del día siguiente), en el que sus servidores dejan de enviar correos electrónicos a los teléfonos de sus empleados.
No obstante, la realidad ha dado también muestras de cómo la tecnología y la hiperconectividad están afectando la vida cotidiana de la gente. El filósofo y escritor español Daniel Innerarity escribió un ensayo que publicó el diario El País de España en el que describe la conectividad como “una forma de poder, una imposición que exige de nosotros disponibilidad continua. El hecho de no responder inmediatamente al teléfono, por poner un ejemplo cotidiano, es algo que ahora debemos justificar. El imperativo de la inmediatez comunicativa se ha convertido en una estrategia de abreviación de los plazos y generación de la simultaneidad, lo que incrementa la aceleración general y la cantidad de cosas que podemos (y debemos) hacer”.
Parte del sustento de este derecho a no estar online se encuentra en que la naturalidad con la que la tecnología se ha fundido con la cotidianidad ha llegado, incluso, a generar nuevos trastornos que están siendo ya identificados por las ciencias médicas. A los 280 millones de personas que la consultora americana Flurry identificó como los adictos actuales a su celular en el mundo (gente que utiliza aplicaciones más de 60 veces al día y que ahora representa un 59 por ciento más que el año anterior) se suman otros males como el llamado phantom pocket-vibration syndrome (el síndrome del bolsillo vibrante) en el que el usuario revisa constantemente su teléfono ante la apariencia compulsiva de sentir que vibra.
En la lista, también aparece el conocido Fear of missing out (Miedo a perderse de algo), la angustia que lleva a los usuarios a sentir que si no se encuentran conectados están dejando de ser protagonistas de una realidad importante.
“Los objetos interactúan con la psicología de las personas de una forma más fuerte. Como constantemente hay información que ingresa, la gente chequea su teléfono sin ninguna razón. Además, cada vez depositamos en ellos más funciones: GPS, redes sociales, etc. ¿Quién recuerda números de teléfono? Te da divertimento y amparo, y a más cosas más dependencia”, sentencia el psicólogo uruguayo Roberto Balaguer, especialista en nuevas tecnologías.
¿Una rareza?
En su ensayo, Innerarity cita a Miriam Merkel, directora del Instituto de Medios y Manejo de Comunicación de la Universidad de San Galo, en Suiza, cuando sugiere que el contacto constante con la red y sus aplicaciones está afectando “la felicidad de estar ilocalizable”, ese espacio en el que sin interrupción, el individuo puede dedicarse 100 por ciento a las actividades escogidas o a las compañías seleccionadas, como un espacio de libertad. Sin embargo, el desconectarse por decisión propia hoy parece ser una rareza, un nado a contracorriente en el caudaloso río de la información.
A pesar de ello, la tendencia de tomar una pausa apuesta a superponer la realidad física sobre la virtual. Daniella Sánchez, estudiante de Literatura, se desconectó cuando descubrió que el calendario se le acortaba para su proyecto final y el avance era torpe entre Facebook e Instagram. Un caso similar es el de Mónica Rivera, asesora de moda, que renunció a las redes tras la ruptura con su novio: “estar conectada me lo recordaba todo el tiempo”.
Dice el profesor Wilmar Roldán, de la Universidad Javeriana, del Rosario y analista del tema, que en la búsqueda de un escenario de desconexión “prima el fin de encontrar campos de desarrollo sin cargas adicionales. La dependencia con externos se reduce y replantea la capacidad de relacionarse con los demás. Es un ejercicio recomendable: hoy no entro en Facebook, hoy no miro mi correo u hoy no me conecto”.
Para el psicólogo español Xavier Guix, quien recoge las palabras de Innerarity en El País, la clave en el ejercicio del derecho a desconectar quizá se encuentre en el “buscarnos por un rato a nosotros mismos, a los nuestros, a lo que es verdaderamente auténtico, a lo natural más que lo artificial. La sustancia frente a la materia”.


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